
No recuerdo bien cómo empezó, pero diría que fue una noche cualquiera. Estábamos en casa, con pocas ganas de ver otra serie, y yo, medio por inercia, tenía el mando en la mano. No iba a jugar en serio, solo mirar menús, tontear un poco.
Ella estaba a mi lado, en el sofá, con esa mezcla de curiosidad y aburrimiento que aparece cuando no hay ningún plan jaja.
— ¿Eso es un juego? —me preguntó, como si estuviera descubriendo algo nuevo.
— Sí. ¿Quieres probar?
Me miró con esa cara de “no sé, pero venga, va”.
Y ahí empezó todo.
No había ninguna intención profunda detrás. No intentaba convertirla en gamer, ni compartir una afición profunda de forma trascendental. Solo estaba ahí, con ganas de hacer algo juntos que no fuera ver la tele o mirar el móvil. Y, de alguna forma, acabamos jugando.
En medio de risas y discusiones sobre los pros y los contras de cada opción, finalmente decidimos probar un juego que prometía ser divertido y accesible. A medida que se acercaba el día de nuestra primera sesión de juego, ambos sentimos anticipación y un poco de nerviosismo, ya que esta actividad representaba un nuevo paso en nuestra relación. Teníamos la expectativa de que la experiencia no solo sería entretenida, sino que también facilitaría una conexión más profunda entre nosotros. Sin duda, se trataba de un nuevo hito que marcaría el inicio de muchas más aventuras por venir.
La primera vez fue torpe. No conocía los botones, no entendía muy bien el objetivo, y cada cosa que yo hacía en dos segundos, a ella le costaba diez. Pero se reía. Y yo también. Sobre todo cuando su personaje se caía por algún borde o hacía algo absurdo sin querer.
Cuando creía que ella ya estaba preparada, me lance a la aventura de intentar jugar con ella una partida de Call of Duty Zombies…. se ponía loca para cubrir una ventana jaja mientras yo lidiaba con todo el mapa solo e intentaba salvarla y revivirla. Me lo pase muy bien viéndola sufrir un poco y poniéndose en mi piel cuando nos toca algún noob en el equipo.
Al principio me costó no meterme a corregir todo el rato. No dar indicaciones. No decirle cómo hacerlo “mejor”. Pero me aguanté. Y fue la mejor decisión.
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A medida que jugábamos, no importaba tanto lo que pasaba en pantalla. Lo que valía era que estábamos juntos, riéndonos de tonterías, concentrados en algo común. Hacía tiempo que no hablábamos tanto mientras hacíamos algo. Sin distracciones, sin prisa. Solo jugando.
Tampoco fue que de repente se volviera fan de los videojuegos. Pero sí entendió lo que yo sentía cuando jugaba. Esa mezcla de concentración, escape, y ese gusto de superar algo, aunque sea una tontería digital. Lo entendió porque lo vivió jaja o eso creo yo.
Lo curioso es que, a partir de entonces, de vez en cuando, era ella quien decía:
— Oye, ¿jugamos un rato?

Y no siempre lo hacíamos. No era una rutina, ni un ritual de pareja. Pero cuando coincidía, cuando teníamos una de esas noches sin nada mejor que hacer, ahí estaba el plan: sofá, calma, una partida sin pretensiones. Después de ya haber visto todas las películas relevantes del planeta.
Y en el fondo, eso fue lo que más me gustó. Que no era forzado. Que no se convirtió en una obligación ni en una “actividad romántica”. Solo en una forma más de estar juntos, de pasarlo bien sin hacer gran cosa.
Una de las observaciones más relevantes fue cómo los videojuegos fomentan la colaboración. Las estrategias que desarrollamos para avanzar juntos reforzaron la idea de que el éxito en pareja se basa en la confianza mutua y en el entendimiento de las habilidades individuales. La necesidad de coordinar nuestros movimientos para conquistar un nivel complicó la simplicidad del juego, llevándonos a practicar una comunicación clara y directa. Esta experiencia nos enseñó que, al igual que en los videojuegos, en una relación es vital saber escuchar e involucrarse activamente en cada desafío.

En definitiva, jugar juntos no solo fue una experiencia de entretenimiento, sino también una oportunidad para conocernos mejor. Las diferencias en nuestros estilos de juego condujeron a situaciones cómicas que recordaremos con cariño, enriqueciendo así nuestro vínculo y dejando una huella imborrable en nuestra relación.
No sé si todo el mundo tiene esa suerte, o si simplemente dimos con el momento justo. Lo que sí sé es que compartir ese pequeño espacio (aunque sea de vez en cuando), cambió un poco la dinámica entre nosotros.

No porque ahora juguemos todo el tiempo. Sino porque entendimos algo del otro que no habíamos entendido antes.
Y con eso, ya fue suficiente. Gracias por leer en esta Comunidad.
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